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La lluvia ahogará el espíritu de Cali

16 febrero 2013

Por Óscar Ortega García | @relatosurbanos

El cielo gris es el presagio del olvido. En mi ciudad, Cali —400 kilómetros al sur occidente de la capital colombiana, Bogotá—, bastan unas pocas gotas de lluvia para que todo sea diferente: nada funciona, todo se atrasa y, lo más cruel, Cali se olvida de que es Cali.

En un día soleado, la ciudad acostumbra a vestirse ligera. Se pone faldas vaporosas, blusas de colores, mangas sisas, se calza con sandalias.

Pero cuando llueve, los caleños se abrigan como si estuvieran atravesando los montes Urales en pleno invierno ruso. Las mujeres cambian la alegría por ese gris apagado o el negro triste. Los hombres esconden sus manos en guantes y los paraguas escurren secretos que se van con el agua.

La identidad caleña se reserva para el sol. A la lluvia, la ciudad se le esconde. Enmascara sus sabores y se dedica a engañar a todos. Le da pena, seguro, de que la vean caminar en botas y no en tacones altos, dando brincos por los charcos, tal como lo hacía Rosario.

Los puestos de frutas se reemplazan por lapidarias ventas de capas y sombrillas. Los guambianos del centro exhiben con orgullo sus mercancías, despreciadas durante el resto del año por ser inútiles: nadie quiere un saco de lana, grueso y caluroso, en una tarde con el sol pegando a 35 grados centígrados.

Los vehículos, acostumbrados a llevar las ventanas abajo para que entre la brisa de las cuatro de la tarde, van camuflados en un vaho que se impregna a los vidrios e impide ver la tristeza. Cali, repito, no es Cali cuando llueve.

Nadie protesta. Cabizbajos, los caleños desfilan rumbo a sus trabajos, sin detenerse a saludar o a comer algún mango viche con sal. La carrera para que la lluvia no deshaga sus azucarados cuerpos los ciega para el resto del mundo. Cuando llueve, los que aman esta ciudad se sienten solitarios.

¿Y el amor? Se deja sólo para las habitaciones. Los parques se empantanan y la vanidad caleña incluye el zapato blanco, explicación apenas lógica para saber por qué nadie se sienta en las bancas cuando apenas si cae una menuda llovizna.

El plan romántico se limita a un tedioso e incómodo “arrunchis”, versión moderna y fastidiosa de lo que antes llamábamos “cucharita”. Ni lo uno ni lo otro se puede disfrutar sin que los brazos se encalambren. Además, el frío hace su parte y las sábanas no se hicieron para estos cuerpos acostumbrados a la humedad del Pacífico.

Pero hay algo bueno cuando llueve: la gente no miente. Las excusas se limitan a una sola y es el aguacero —así llamamos a cualquier fenómeno que incluya agua, sea un “pelo de gato” o un chubasco— encarna ese demonio que no requiere mayor explicación.

Los ojos del cerro de Las Tres Cruces, tutelar y vigilante, se cierran con las nubes y fingen no ver el desastre en que se convierte su ciudad. Y Cristo Rey, el otro cerro, baja los brazos, impotente ante la naturaleza.

Esta madrugada volvió a llover. Ya son dos semanas continuas. Si el “invierno” —así llamamos los caleños a cualquier llovizna— se ensaña, en pocos días el espíritu de Cali terminará asfixiado, debajo de algún chal o de una ruana.